Pinturas oníricas y paisajes

Cuando en 1921 Miró se instala en su primer estudio parisino, en el n.º 45 de la Rue Blomet, será vecino del pintor André Masson. En esa época también trata con muchos poetas, como Antonin Artaud, Raymond Roussell, Robert Desnos, Michel Leiris o René Char, de quienes le atraen sus innovaciones formales y su rechazo de la lógica, los lugares comunes y la tradición; así como su interés por cuestiones como el automatismo, una estética de la fragmentación, la unión arbitraria de imágenes inesperadas e inconexas o la configuración visual y tipográfica de los textos poéticos (como en los caligramas). Los cuadros de Miró de mediados de los años veinte, conocidos como “pinturas oníricas”, destruyen cualquier estructura narrativa lógica; aunque los pocos elementos diseminados en sus superficies parecen fruto de la improvisación, sus bocetos prueban que preparaba la composición.

Entre 1926 y 1927, Miró cambia de escenario y de estilo, estableciéndose en la Rue Tourlaque, donde trabajará hasta 1929 y frecuentará a artistas como Jean Arp, René Magritte y Max Ernst, alternando su estancia con los veranos en Cataluña. Entre las obras de ese momento destacan una serie de paisajes horizontales de gran formato, como Paisaje (Paisaje con gallo) y Paisaje (La liebre), ambos de 1927. Miró vuelve a pintar en ellos algunos elementos reconocibles, aunque estilizados, sobre unos fondos de colores intensos, que sugieren espacios amplios, desechando métodos pictóricos tradicionales, como el sombreado, la construcción de volumen o la perspectiva. En una serie de pinturas sobre fondo blanco de pequeño tamaño que realiza en 1927, como Pintura (El sol) o Pintura (La estrella), el fondo es un puro espacio pictórico, donde formas reconocibles y estilizadas de astros y animales flotan, como emblemas de una nueva realidad.