En los años cincuenta, dos escultores vascos destacan en la escena internacional: en 1954 Eduardo Chillida (1924–2002) recibe el Diploma de Honor de la Trienal de Milán y, en 1958, el Gran Premio de Escultura de la Bienal de Venecia; por su parte, Jorge Oteiza (1908–2003) es galardonado en 1951 con el Diploma de Honor de la Trienal de Milán y, en 1957, con el Premio Internacional de Escultura de la Bienal de São Paulo. Los inicios de los dos escultores fueron dispares, si bien ambos coincidieron en importantes proyectos artísticos, como la Basílica de Aránzazu o la fundación del grupo GAUR, que formó parte del Movimiento de la Escuela Vasca.La obra de Oteiza escapa a la clasificación fácil y trasciende el objeto escultórico como tal, ya que es el resultado final de un largo proceso experimental desarrollado en torno a la masa y el espacio, que se despliega a través de conjuntos o series de piezas sobre un concepto común. Entre ellas se encuentran sus Obras conclusivas, a las que pertenecen las Cajas vacías (1958) y las Cajas metafísicas (1958–59), que van un paso más allá en su indagación. Estas obras anuncian la evolución hacia un espacio puramente receptivo, el vacío o la nada, que Oteiza relacionó con los crómlechmicrolíticos del País Vasco.
A Chillida también le fascinaron las construcciones de culturas antiguas, y estableció conexiones entre las del País Vasco y las de otros países ligados con él; así, Espacio para el espíritu (1995) es una pieza de granito rosa extraído con métodos tradicionales de canteras de la India, material con el que el artista comenzó a trabajar a finales de la década de 1980. La abertura cúbica que presenta en su parte superior permite que la luz penetre en su interior, revelando la geometría intrínseca a la materia. Para Chillida, la fuerza y el poder de la piedra residen en su capacidad de modular y contener el espacio. Trabajando con granito, el escultor pretendía que la roca, al igual que una montaña, ofreciera una experiencia arquitectónica